sábado, enero 25

Jon Fosse, un premio Nobel de Literatura para el nuevo Ibsen

El premio Nobel vuelve al teatro. Con el galardón otorgado a Jon Fosse se reconoce a toda una generación de extraordinarios dramaturgos que han vuelto a poner el viejo arte dramático en primera línea. Después de que tantos profetas anunciaran la muerte del teatro, obras como las de Ronald Schimmelpfennig, Wajdi Mouawad o Caroline Guiela Nguyen, por citar autores con presencia en los teatros españoles, hacen que estemos viviendo una auténtica Edad de Oro.

El público ha vuelto a llenar las salas y el teatro ha vuelto a poner el dedo en la llaga de los problemas de hoy. Jon Fosse no es un autor que se deje arrastrar por las facilidades ideológicas, por los tópicos temáticos. Su teatro se escribe contra sí mismo y contra el mundo. El Nobel reconoce más que a un dramaturgo social, más incluso que a un dramaturgo civil al uso, al dramaturgo de las derivas interiores, de los estados de ánimo, de los difíciles estado mentales del hombre de nuestros días.

Fosse no abrevia el alma humana en ninguna política ni en ninguna ideología sino que muestra su inmensidad en medio de la barbarie diaria de los abismos entre los que se mueve la sociedad de hoy. Su teatro gusta tanto porque es un teatro de intensidades. La misma intensidad que mostró al inicio de su carrera literaria con la novela y que ha mantenido también en sus libros de poesía. Fosse es una personalidad literaria poliédrica, no es tanto un autor de géneros como un autor de textos, de hechos textuales, por eso su teatro participa tanto de cierto carácter narrativo como de un indudable aliento poético.

Dimensión naturalista

Nacido hace 64 años en la ciudad noruega de Haugesund, hay que hacer notar que la vida de esa ciudad le ha influido sobremanera en la dimensión naturalista de su visión literaria. Abierta al mar, Haugesund es el lugar de los grandes espacios infinitos y, paradójicamente, de los ensimismamientos, de los deterioros industriales y petroleros, de las soledades modernas.

Fosse va a vivir el agitado ambiente de esa ciudad conectándola con los ambientes más inquietos que se han respirado en Noruega en estas décadas del siglo XXI. Acepta la tradición, pero la reformula para dimensionarla de otro modo. Sus estudios de filosofía, de sociología y de literatura le dan las armas para hacer una obra donde el pensamiento, el carácter de indagación social y el conocimiento de la tradición literaria son fundamentales.

Empezó su carrera de escritor publicando en 1986 su primera obra poética, y será precisamente la poesía la que se encuentre como aliento fundamental en toda su producción. ‘Rojo, negro‘, la novela publicada en 1994, nos sitúa en otra de sus obsesiones germinales: la literatura sirve para atrapar las historias que marcan cualquier biografía.

Pero será el teatro el que aglutine para él la expresión de las densidades existenciales del hombre de nuestro tiempo. El teatro como ese crisol de géneros y como ese crisol capaz de reunir en sus palabras y sus gestos, en sus escenarios y sus representaciones ficticias la aventura de la vida.

El nuevo Ibsen

Se le conoce como el nuevo Ibsen. Y como Ibsen es el autor que ha puesto en hora la escena Noruega. Su teatro no solo ha sido representado con éxito en su país, sino también en Europa y América. Precisamente fue en Nueva York donde la relación de Fosse con Ibsen quedó de manifiesto al reunirse en un ciclo a ambos autores.

Fosse ha heredado de la Noruega profunda una atracción poderosa por los espacios y los objetos, por la simbología que representan. Quizá en ello tenga que ver la tienda de su padre, que le dio desde niño el valor de las cosas en sí y la dimensión que esas cosas tienen en la vida diaria.

Los espacios de Fosse están señalados por la tragedia, por la incomunicación, por el deterioro. Todo su teatro nos indica que el espacio moderno que habitamos es un espacio amenazante, donde el hombre parece discurrir por una tierra de nadie, por unos lugares de tránsito que simbolizan los infiernos cotidianos. Como buen escritor nórdico es un gran creador de atmósferas, atmósferas que aplastan al individuo, que se convierten en la medida mayor del desasosiego. A Fosse le gusta escribir mirando el mar de plomo y la inmensidad envuelta en la bruma y el frío en la ciudad de Bergen, tal vez sea el paisaje que necesita para crear esos espacios cerrados, esos apartamentos devastados, esas ciudades por donde pasa el hombre convertido en un don Nadie.

En ‘Un día de verano‘ (1999), unas de sus obras más famosas, el tiempo de la noche y el espacio marítimo se convierten en la antesala del drama que se va a vivir de puertas para dentro. En ‘El hijo‘ (1997) asistimos a la verdadera medida de lo que es un personaje para Fosse: el combate del hombre contra el mal que lleva dentro y contra el mal que reina en el mundo. Se puede decir por eso que su teatro tiene una fuerte raíz naturalista que traslada al teatro posmoderno.

Al teatro de Fosse le gusta seducir con argumentos contundentes y con juegos de estructuras. No es extraño por eso que su realismo esté al servicio de un discurso interior, de un aliento donde el yo de este siglo XXI viva en continuas encrucijadas existenciales. No son por tanto personajes fragmentados, como en gran parte del teatro posmoderno, sino personajes en una combustión anímica que los lleva al borde de la anulación. En este sentido Fosse tiene que ver con Beckett y con Thomas Bernhard, pero también con la tragedia griega y la poesía expresionista.

Hablar de Fosse es hablar del lenguaje dramático, del poético lenguaje dramático, de una voz singular que hoy la Academia Sueca ha querido hacer un poco más nuestra, un poco más de todos porque su teatro es, como quería Artaud un cuestionamiento de nuestras posiciones, de nuestras precepciones y de nuestros valores. Lo que nos enseña Fosse es que el teatro siempre es la historia de cómo un puñado de vidas regresan a nosotros para no dejarnos sentar la cabeza.